El Caso Clínico de Alfaro

Cargándolo y con la respiración agitada, llevó a su amigo al lugar donde lo ayudarían a no enfrentar los augurios de la muerte. Al entrar, pidió a gritos que le salvaran la vida. Los médicos buscaron una camilla y luego de acostarlo, se lo llevaron a la sala de observación, donde, luego de unas horas, entendieron que los años de estudio no les había servido para nada: los síntomas del paciente estaban fuera de sus conocimientos. Pudieron estabilizarlo, lo que alegró mucho a Samuel. Pero, desde entonces, la noche se hizo larga y las manecillas de los relojes de cada pasillo parecían marcar la misma hora, y los medicamentos, jeringas, remedios y otros materiales quirúrgicos fueron utilizados con más frecuencia. Por miedo, algunos médicos y enfermeras abandonaron el lugar, y las señoras del servicio prefirieron dejarles el trabajo a las ratas por que no aguantaban más la cantidad de desechos quirúrgicos que se acumularon en las esquinas de los pasillos.

Todo es un desorden, desde la unidad de cuidados intensivos hasta el pabellón siquiátrico, donde otros pacientes son el reflejo de lo que apenas puede llamarse hospital. Ellos, sin ninguna razón, huyen del fuerte hedor proveniente de la habitación donde encerrado. Samuel aún sigue con él, lo mira con cautela y, teniendo presente todo lo que él había hecho, lo amarra a la silla de hierro con la camisa de fuerza que le había dado Enfermera, mientras ella le cambiaba la bolsa de Dextrosa por una última que había encontrado en Inventario. Él no dice nada. Alfaro siempre le ha guardado respeto a Samuel, pero, tartamudeando, le señala con el dedo que el Cristo que está colgado encima de la puerta quiere verlo en el Infierno. Ya son varios días y noches que no duerme ni come, apenas puede mantenerse, y sobrevive por los líquidos calientes y frescos que circulan por su torrente.

Enfermera, entregándole un vaso a Samuel, le dijo:

—Oblígalo. Es por su bien.

Samuel con una mano le agarró el mentón y, abriéndole la boca, lo obligó a tomarse la sustancia roja burbujeante contenida en el vaso. Al ver que se lo había tomado, lo felicitó y le dio palmadas en la espalda con una mano, porque la otra la tenía ocupada tapándose la nariz. Enfermera, satisfecha por su trabajo, llamó a Médico. Él entró, saludó a Samuel, le pidió sentarse en el sofá roto y, acercándose con cuidado a Alfaro, lo examinó con ayuda de Enfermera.

Samuel, mirando lo que hacía Medico y su ayudante, recogió el periódico que estaba en el piso, se sentó en el sofá roto, leyó la portada, era un artículo que sólo hablaba de un sujeto con machete que había atacado a varias personas en la Calle Real. Medico antes de irse, le informó a Samuel:

—Está haciendo de las suyas.

Samuel se alegró al saber que el efecto narco siquiátrico de la droga estaba calmando a su amigo. Enfermera, dándole un beso a Samuel, salió de la habitación junto con Médico.

Alfaro, cuando quedó completamente dormido, creyó estar en el Paraíso. De la nada apareció un chichorro que se balanceaba de un lugar a otro. Caminó por el prado, se quitó la ropa y se acostó en él. Se meció por un momento y allí quedó dormido. Al despertar, encontró a su lado una mujer que le pareció conocida. La deseo y ella, siguiéndole el juego, empezó a acariciarle su cuerpo moreno con roses en los labios, caricias en la espalda y el cabello, y todo un legado de sensaciones que excitaban más y más a Alfaro. La mujer, al ver que se disponía a juntar su sexo con el de ella, sacó el revólver y apuntó en la cabeza de Alfaro. Después de una discusión, la mujer tiró del gatillo. El corazón de Alfaro empezó a acelerarse. Con cada latido, se hacía más y más grande. La mujer disparó y el sonido de la muerte hizo que Alfaro volviera en sí. Sintió que le faltaba aíre, la respiración se le cortaba.

De un momento a otro, su cuerpo comenzó a estremecerse, los ojos le cambiaron de color y de la boca salía espuma. El monitor oxidado que mostraba sus signos vitales estalló en un pitido que parecía no acabar. Samuel, al escucharlo, cerró el periódico, miró a su amigo y asustado, llamó a Médico y Enfermera.

Ellos, al acudir al llamado, tumbaron la puerta. Entraron a la habitación y rápidamente lo desprendieron de la silla, lo pasaron a la camilla tres ruedas y, sin pensar tanto, lo llevaron al quirófano. Para entonces, Alfaro había perdido el conocimiento.

Minutos después abrió los ojos, y se asustó al ver como Médico, con ayuda de enfermera, rajaba su cráneo con una cierra dientona. Notó que sus piernas se movían y los brazos le temblaban. La expresión en su rostro mostraba que la cirugía estaba siendo ejecutada sin anestesia porque la última dosis había sido utilizada en la operación de corazón abierto. Al lado suyo, alguien muy parecido, pero con una bata más elegante, se burlaba de Médico y Enfermera. Alfaro, mirándolo, le preguntó:

— ¿Quién eres tú?

El sujeto, dejando la burla, le dijo:

—Me llamo Conciencia y temo decirte que no somos iguales. Tú aún eres esa cosa.

Y le señaló con el dedo el cuerpo que aún pataleaba. Conciencia, viéndolo confundido, bajó el brazo, sacó de la bata un reloj mecánico de bolsillo, giró las agujas a un grado considerable y, tendiéndole la mano, le dijo a Alfaro que lo acompañara. Él, pensando que lo llevaría al Paraíso, lo siguió, pero se decepcionó al saber que estaba en el mismo lugar donde había ocurrido todo.

Los ritmos vallenatos y salseros bailaban por las paredes. Litros de licor y cerveza bajaban a los estómagos de cada persona en el bar, incluyendo el cantinero. Llegaron a una mesa y se sentaron. Allí estaban dos hombres más. Conciencia le pidió a Mesero las bebidas para los caballeros y una especial para Alfaro. Fue ágil, en un par de minutos las cervezas ya estaban en la mesa. El hombre joven, después de haberse tomado un sorbo, le entregó a Alfaro unos papeles. Él los tomó, los leyó y se alegró al recordarlos. Tomó un sorbo de su bebida y le pidió un bolígrafo al más viejo. Alfaro, después de unos tragos más, firmó los papeles y, cuando terminó, sentía fuertes dolores de cabeza y la sensación de estar quemándose por dentro. Se vino en vómito y su cuerpo se sacudía bruscamente. De repente, era otra persona, un ser venido de la nada. Con rabia, rasgó su ropa, sacó el machete de la vaina y comenzó a echar maldiciones. Cada vez que lo hacía, trasbocaba gusanos.

Conciencia le dijo que se ocultara porque le daba vergüenza verlo así. El chirrido del machete infundió mucho miedo en los demás; la gente, al ver aquella bestia, comenzó a esconderse. Alfaro parecía el infierno en carne propia. Desesperado, salió del lugar. En la Calle Real, las personas huían de aquella figura maléfica que corría sin sentido de un extremo de la calle a otro, mostrando sus partes íntimas. Samuel quiso detenerlo, pero sintió temor al ver sus ojos sanguinolentos, la piel pálida y la larga cabellera que le crecía cada vez que lograba matar a punta de machetazos a la persona que se le atravesara.

Cuando Alfaro quiso quitarle la vida a Samuel, Conciencia inmediatamente manipuló el reloj de mecánico de bolsillo.

Lo despertó. Estaban nuevamente dentro del quirófano y Médico cocía la cabeza de Alfaro con una gruesa. Conciencia le preguntó que quería hacer con su vida y él le dijo que no quería ser más lo que habitaba en su cuerpo.

Al escuchar su respuesta, Conciencia giró las agujas del reloj otra vez y, como por arte de brujas, Alfaro estaba en la sala de recuperación. En el ambiente había un hedor a muerto. Abrió los ojos. Observó que la camilla tres ruedas estaba impregnada de sangre. Medico entró al cuarto, sacó de su bata un frasco y se los mostró. Samuel notó lo que había dentro. Se movía, parecía una serpiente, pero era más pequeña. Alfaro se alegró que la operación había sido un éxitos y que por fin era una persona normal.

Publicado en “Antología Relata 2011”

ISBN 978-958-8562-60-5

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